Un tipo casi normal...

No me gusta que me hablen los taxistas. Tampoco cuando me cortan el pelo. No me gusta que cuando estoy mirando ropa alguien se me acerque y me diga hola, ¿te puedo ayudar? Ni aunque esté buena. Me gusta leer libros de pie en las librerías, aunque me pongo nervioso cuando una chica se pone a curiosear un libro a mi lado. Cualquier día me dará por invitarla a un café. No me gusta el café. Lo de invitarla "a un café" sería sólo por convención, se entiende. Para que supiera que tengo huevos pero que no soy peligroso. Tú me decías eres peligroso, miras hondo. Y yo respondía, te dije que no te convenía quitarme las gafas. No me gusta hablar con desconocidos. Con algunos. El taxista de esta mañana. Sólo me corto el pelo tres veces al año. Tú me llamabas Principito.

martes, 30 de septiembre de 2014

La persistencia de Jacques

¿Envidian los charcos al mar?,
¿anhelan acaso extenderse infinitos
sin horizonte?,
¿no reflejar un pequeño trozo del cielo
sino el cielo entero?
Pero el charco no sabe del peso de las olas,
no sabe de las lágrimas de los peces,
no sabe del miedo del mar
a ese loco de Jacques Cousteau
que no duda en sumergirse hasta el fondo
del fondo
para encontrarla.


Jacques y el mar

lunes, 15 de septiembre de 2014

La China y yo


La primera vez que la vi fue el día que se mudó al barrio. Nos habíamos sentado todos en la acera de enfrente para cotillear quiénes eran los nuevos. Ella ayudaba a los de la mudanza a sacar trastos del camión. Llevaba una lámpara grande de mesa que casi le tapaba la vista, a que se ostia, dijo el Ufo. Supongo que me lo estoy inventando, que las cosas nunca suceden así, pero me gusta pensar que fui el único que ya entonces adivinó que esa niña venía a revolverlo todo.
La China tenía los ojos así como las chinas, y nosotros éramos muchas cosas pero no unos niños muy sagaces, así que desde que la hicimos de los nuestros la llamábamos la China. A ella no le molestaba, al contrario, se lo tomaba como lo que era: una distinción. Era la única chica a la que pusimos mote y el mote era importante en el barrio, porque dividía nuestra identidad en dos personalidades: nuestro yo institucionalizado y nuestro yo salvaje. El nombre "verdadero" era la identidad con la que decíamos sí, mamá o con la que aprendíamos el máximo común múltiplo y el mínimo común divisor. Pero bajo nuestra identidad de mote nos transformábamos en corsarios, en superhéroes, en pinta paredes, en Mark Lenders. Y la China fue, con nosotros, todo eso. Yo voy, decía, y la primera vez el Flecha le respondió qué vas a venir, vete a jugar al elástico, anda, y la China le respondió no recuerdo bien qué, pero fue un corte que le ridiculizó delante de todos y nos previno al resto, así que la China se venía a cazar gatos, y cuando la China se venía, pobres gatos, porque nosotros sólo "jugábamos" a cazarlos, unas cuantas carreras infructuosas y ya perdíamos el interés, pero cuando venía ella el juego ya no era un juego, era una misión y entonces se saltaba la jerarquía para ordenarnos a todos, vosotros por aquí, los perseguís y hacéis que vayan hacia nosotros que estaremos escondidos por aquí y entonces...
No sé en qué momento la China y yo, la China y yo. Por lo demás una cuestión difícilmente defendible porque el tiempo nos ganó algunas batallas y el espacio, durante una época, otras cuantas. Deja de moverte, cojones, y vuelve, me decía. Y sin embargo, la China y yo. Nunca nos he definido de manera más específica, porque si tratara de hacerlo, ahora por ejemplo, pensaríais bah, tampoco es para tanto. Así  de malo soy describiendo. Por eso también cada vez que la China me ha dicho ponle nombre, yo le he respondido igual: definir algo no lo hace más real. Y ella siempre me ha respondido también lo mismo: nada, solamente se me queda mirando con sus iris de china. No hay súper poder que te permita leer los iris parados de la China. Te lo digo yo.
Hace unos días cayó en mis manos un libro en el que creí encontrar una respuesta. Nos sentamos en un banco de la plaza y le alargué el libro abierto con el párrafo subrayado. China, eres un amarillo, le dije. Y ella leía mientras yo seguía el deslizar de sus pupilas de china:
"Un amarillo es una persona que, de pronto, aparece en tu vida y te la trastoca, conecta contigo más allá de la complicidad, se convierte en tu aliado, te conoce en lo más íntimo, compartes y te compartes en un tiempo ajeno al que marca el reloj, vives experiencias muy intensas, necesitas de su contacto físico… y, con la misma magia que llegó, un día desaparece."  
Me pidió el boli (ella sabe que siempre llevo un boli encima). Me pareció que subrayaba algo. Me devolvió el libro por la misma página abierta y entonces vi que no era un subrayado, sino un tachón. Había tachado la parte de y, con la misma magia que llegó, un día desaparece. La miré y entonces me dijo: yo no me voy, idiota.

La Nadia que no veis